La recesión tomó forma de manera oficial y se convierte en el principal dato económico del año. Aun cuando se acepte lo que parece haber sido obvio, al menos desde mediados de año, no deja de ser un asunto desconcertante.
Para empezar, apenas un año atrás no era algo que estuviera en los cálculos de nadie que formara parte de los oráculos económicos. Hacia 2022, se señalaba que Perú constituía un caso especial, ya que pese a los constantes cambios políticos y tensiones sin resolver entre el Ejecutivo y el Legislativo, era visto como un ejemplo de éxito y estabilidad, en medio de la incertidumbre que empezaba a cernirse sobre las economías latinoamericanas.
Por entonces, según el Banco Central de Reserva de Perú, el PBI del país había crecido en 2021 un 13,2%, lo que significó su recuperación al nivel de prepandemia mucho antes de lo que habían pronosticado los expertos, habiendo crecido muy por encima de la media latinoamericana.
Pese a ello, ya estaban acumulándose cuestiones preocupantes. El PBI sumaba ocho meses consecutivos de desaceleración y las previsiones del BCR para el 2022 eran bastante modestas. Por otro lado, si bien la inversión extranjera no cayó, todo parecía indicar que iba a suceder, no tanto por las inestabilidades internas, como justificaban la situación algunos analistas nacionales, sino por el creciente impacto que ejercía un panorama internacional cada vez más incierto, sobre todo por la manera como fue evolucionando la inflación, que ya alcanzaba en todo el mundo desarrollado, niveles no vistos en décadas.
Asimismo, el sector minero –12,2% del PBI– experimentó un crecimiento estimado interanual de 9,6% en 2021 pero, nuevamente, esa cifra respondía en gran medida al enorme bache del año anterior y entre enero y noviembre de 2021, en realidad, la producción minera fue 5% inferior a la del mismo periodo de 2019. En un contexto de alza del precio de los metales, con la cotización del cobre en los mercados internacionales en niveles récord, muchos observadores temieron que el país estuviera perdiendo la oportunidad que suponía la tendencia mundial a buscar energías alternativas a los combustibles fósiles, para las que se requieren minerales que abundan en Perú.
Un informe del Instituto Peruano de Economía atribuyó el bajo desempeño del sector, a la “intensificación de los conflictos sociales y al agotamiento de recursos minerales en algunas zonas, ante el retraso de nuevas inversiones”.
Iniciado el presente año, las cosas fueron para peor. En febrero, el Fondo Monetario Internacional (FMI) anunció que la performance de las economías del mundo había dejado mucho que desear en el 2022, pero anunciaba que “lo peor está por venir y para muchas personas 2023 se sentirá como una recesión“.
El crecimiento de Estados Unidos y la zona euro serían minúsculos, pero lo más preocupante fueron las proyecciones sobre China: su política de “Covid cero”, que implicó continuos confinamientos y cierre de actividades comerciales, le pasó factura y, además, enfrentaba ya una crisis del mercado inmobiliario, una menor demanda mundial por sus productos y un yuan muy debilitado frente al dólar.
Dicho de otra manera, la desaceleración de China vino convirtiéndose en uno de los factores que afecta más el rumbo económico mundial, especialmente por los graves problemas que está produciendo en las cadenas de suministro.
Esto es crucial para una economía como la peruana, muy dependiente de sus exportaciones a China. En 2021, aquellas sumaron US$ 21 166 millones, lo que significó un crecimiento de 68,7%, con respecto al año anterior. De enero a noviembre de 2022, las exportaciones peruanas a China ascendieron a US$ 19 070 millones registrando una contracción de -0,7%, con respecto al mismo periodo del 2021. Sobre esto, hay que tomar en cuenta que las principales exportaciones a ese país son los minerales y la pesca, en ese orden.
Durante el 2023 la situación china continuó agravándose. Su crecimiento está estancado, los precios al consumo caen, la crisis inmobiliaria se agrava y las exportaciones se desploman.
En medio de este desalentador panorama mundial, en julio empezamos a tomar en cuenta que las cosas iban mal. Aunque la discusión que se dio entonces fue sobre si estábamos en “recesión técnica” –dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo– o no, lo cierto es que los resultados que mostramos no eran buenos y se estimaba que iba a ser muy difícil recuperarnos en los meses siguientes. Para entonces, Alex Contreras, ministro de Economía, aseguraba que estábamos recuperándonos, aunque su estimación era difícil de aceptar; en cualquier caso, ya se creía que algún factor permitía “maquillar” las estadísticas y hacer que la recesión no apareciera en los números con la magnitud que ya poseía.
Sin embargo, lo sorprendente no eran los síntomas sino el diagnóstico. Una parte importante de analistas económicos y evaluadores de riesgo, consideraban que en el centro del problema estaban dos factores: los problemas políticos y la conflictividad social, y el fenómeno de El Niño que, según Bloomberg, “ha paralizado la importante industria de harina de pescado”.
En suma, los impactos mayores e inmediatos se empiezan a ver en el decrecimiento del empleo y la disminución de la recaudación tributaria. Sin embargo, las 25 medidas que dio a conocer el MEF el 10 de noviembre, no consideran ninguno de ambos efectos. Contreras resaltó que “la minería y la agroexportación serán la base de la recuperación”. Así, las medidas se concentran en dos líneas: protección de la cadena de pagos e impulso sectorial, y más inversión privada.
En otras palabras, más de lo mismo: el manejo de cualquier cosa que podamos denominar “política económica” se reduce a asegurar a todo costo la inversión (si es privada, mejor) que garantice el crecimiento económico, aunque sea como efecto estadístico. Las personas, si somos consideradas, vendremos mucho después.