Redistribuir el IGV, repensar el Impuesto a la Renta

El 21 de mayo último, el Congreso de la República aprobó una norma que modifica la distribución del Impuesto General a las Ventas (IGV). Hasta ahora, de los 18 puntos porcentuales de este impuesto, sólo dos se destinaban directamente a los gobiernos locales. La nueva ley eleva esa proporción a cuatro. Detrás de esta cifra se esconde una promesa largamente acariciada por las más de dos mil municipalidades del país: contar con más recursos para atender las necesidades de sus comunidades. Y no es poca cosa, si se considera que muchas de ellas apenas logran cubrir sueldos básicos o servicios mínimos.

Sin embargo, la discusión pública no se ha centrado en esta problemática tan ajena a la tecnocracia limeña. El exministro Waldo Mendoza ha sentenciado que esta es “La ley fiscal más dañina del siglo”. Luis Miguel Castilla fue más drástico aún: “Voy a decir algo que jamás pensé decir: el manejo técnico en el MEF de Pedro Castillo fue mejor que el actual”. La reacción del ministro de Economía, Raúl Pérez Reyes, ha sido sorprendente: ha afirmado que la norma no “impactará en el gasto público” y que “están de acuerdo con ella”. Una postura que, lejos de expresar preocupación por el impacto fiscal, sugiere más bien una abdicación del rol rector que históricamente ha tenido el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). No se trata de una defensa técnica ni de un desacuerdo estratégico, sino de una convalidación política, sin mayor fundamento visible.

A este debate se suma otro ingrediente, político, pero no irrelevante. Se ha difundido la narrativa –con fuerza en medios y redes– que, el origen de la ley se encontraría en un proyecto impulsado por el actual presidente del Congreso, quien pertenece al partido de César Acuña. En tanto que, el mismo partido controla una porción considerable de gobiernos locales y regionales desde los últimos comicios, la norma recientemente aprobada no solo sería técnicamente cuestionable, sino también funcional a una estrategia de empoderamiento territorial partidario, a costa del erario nacional.

¿Hay algo de eso? Es posible. La política peruana hace rato que dejó de distinguir entre interés público e interés faccioso. Pero que el cálculo político esté presente no deslegitima una demanda estructural: los gobiernos locales están financieramente asfixiados y han sido postergados sistemáticamente por el centralismo limeño y, en no pocos casos, por el centralismo de sus propios gobiernos regionales. Reducir esta medida a una “movida de poder” ignora un problema real que ya no puede seguir siendo evadido. No por gusto la norma ha sido aprobada por unanimidad en ambas votaciones.

Este es, en el fondo, el dilema: ¿cómo financiamos el desarrollo de los territorios sin desarmar al Estado nacional? La nueva norma parece responder a ello con un atajo: quitarle al centro para darle a la periferia. Pero como ocurre con frecuencia en nuestra política fiscal, se decide alterar la distribución sin discutir de fondo la estructura del sistema. No sorprende que se haya tocado el IGV y no otro impuesto.

Porque ese es el verdadero elefante en la sala: el problema no es solo la redistribución del IGV, sino la excesiva dependencia del Estado peruano respecto de este tributo indirecto, profundamente regresivo. Según la última Nota Tributaria de la SUNAT, el IGV representa el 56.8% de toda la recaudación tributaria nacional del 2024, mientras que el Impuesto a la Renta apenas alcanza el 42%. En otras palabras, el sostenimiento del Estado recae principalmente sobre el consumo generalizado –incluyendo a los más pobres–, no sobre la capacidad real de pago de las personas y empresas.

Y aquí es donde el debate necesita mayor profundidad. ¿Por qué no hemos discutido seriamente una reforma del Impuesto a la Renta? ¿Por qué nos escandaliza tocar dos puntos del IGV antes que reconocer que el sistema tributario sigue premiando la evasión, la renta informal y las brechas estructurales de recaudación?

Una reforma del Impuesto a la Renta sería muy impopular, sin duda, pero también necesaria. Implicaría corregir exoneraciones, mejorar la fiscalización, revisar tramos, y, sobre todo, hacer que quienes más ganan aporten proporcionalmente más. Se necesitaría valentía política, una administración tributaria fortalecida, pero, sobre todo, voluntad de diálogo técnico y político.

El Congreso ha optado por una salida imperfecta, que atiende una demanda legítima, pero lo hace sin repensar la lógica tributaria. El mismo que premia, entre otros, a los principales agroexportadores con la prolongación de exoneraciones tributarias sin ninguna justificación. La tecnocracia ha respondido con alarma, con razón, pero muchas veces sin ofrecer alternativas que incorporen las urgencias de los territorios. Y el MEF, en lugar de liderar el debate, parece haber decidido simplemente no darlo.

Lo que se necesita ahora no es una marcha atrás, sino un debate más amplio. Que el IGV financie menos al gobierno central puede ser un problema, pero el verdadero error sería no aprovechar esta coyuntura para rediseñar el sistema tributario en su conjunto. No se trata solo de cuánto le toca a cada nivel de gobierno, sino de quién paga y cómo se recauda. Se trata de pensar en una lógica tributaria directa donde tienen que pagar más, quienes más ganan.

La redistribución del IGV no será la solución mágica para el desarrollo de los municipios, que por lo demás tienen problemas de ejecución porque no se hace nada para fortalecer y desarrollar sus capacidades, pero tampoco puede ser descalificada desde una mirada exclusivamente técnica o desde el cálculo político inmediato. Es una señal –confusa, sí, pero legítima– de que los territorios exigen un lugar en la mesa fiscal. Y eso, nos guste o no, obliga a mirar directamente al Impuesto a la Renta.

desco Opina – Regional / 6 de junio de 2025

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