El último mensaje de Dina

Entre julio de 2024 y estos días del año 2025, Dina Boluarte ha procurado proyectar una imagen de estabilidad y gobernabilidad que resulte consonante con su anterior mensaje por Fiestas Patrias. Sin embargo, transcurrido un año más de su nefasto gobierno, más allá del guión triunfalista de quienes le escriben los discursos a la presidenta, el Perú real parece ir en otra dirección cuando nos informamos adecuadamente sobre lo que ocurre.

La actual administración ha logrado mantener en funcionamiento algunas líneas de gestión pública, en medio de manejos no muy transparentes, reactivar a medias obras paralizadas, y adherirse al crecimiento de la minería, el turismo y la agroexportación, sólidos por los precios y las dinámicas internacionales, pero frágiles por su fuerte dependencia extranjera. Ha procurado también reforzar vínculos con actores regionales clave, como son Estados Unidos y Brasil, así como intentar avances en el proceso de adhesión a la OCDE, sin mostrar resultados significativos.

Todos estos logros, de dudoso alcance estructural, quedan largamente ensombrecidos por un proceso paralelo de debilitamiento progresivo de las instituciones democráticas, la creciente concentración del poder y una deriva autoritaria, acompañada de una frivolidad que no hemos conocido antes, que pone en riesgo la viabilidad misma del pacto republicano fundado hace más de doscientos años. Parece ser el fin de un período y que en medio del desorden se aproximan tiempos nuevos del tipo reforma constituyente, aunque otros denominan de distintas maneras a la necesidad de refundación nacional.

Desde su asunción al poder en diciembre de 2022, Boluarte, en medio de su precariedad personal, ha buscado consolidarse no como figura de transición, que sin ninguna duda lo es, sino como lideresa de un proyecto sostenido, que ha encontrado sustento en las alianzas frágiles y pragmáticas pactadas con ella. Estas alianzas le han permitido resistir múltiples cuestionamientos por la violación a los derechos humanos a inicios de su gobierno, así como a varias investigaciones fiscales por corrupción. Todo en medio de una persistente e histórica desaprobación y rechazo que roza con el cero por ciento estadístico.

A cambio, el gobierno ha cedido –sin ninguna vergüenza– en aspectos fundamentales del equilibrio democrático. La cooptación de la Defensoría del Pueblo, el Tribunal Constitucional y el Ministerio Público, junto con la aprobación de normas regresivas en materia ambiental, educativa y cultural, reflejan una agenda orientada a desmantelar totalmente los mecanismos de control y de participación ciudadana. La reforma política –necesaria para enfrentar la crisis del sistema de representación– ha sido sistemáticamente postergada o distorsionada.

La narrativa de orden impuesta por el Ejecutivo, sustentada en un discurso de lucha contra la delincuencia y de fortalecimiento de la autoridad, ha servido para medidas de excepción y operativos militares-policiales desproporcionados como los realizados en Pataz o en Sicuani. Ha normalizado el estado de emergencia como herramienta de gestión cotidiana, particularmente en regiones que demandan mayor inversión y presencia del Estado. Continúa descuidando temas de servicios básicos, cuidados de salud, medicamentos y vacunas, educación de calidad, y se limita a la inauguración de nuevas infraestructuras en medio de una represión latente y sostenida.

En el plano internacional, el aislamiento diplomático del gobierno se ha ido revirtiendo en beneficio de una política exterior poco soberana, de alineamiento con los intereses geopolíticos más conservadores y la automarginación descolocada de espacios como la CELAC o la UNASUR. Mientras tanto, la retórica hacia afuera sigue siendo la de una restauración democrática –inexistente y mentirosa–, que contrasta con la política interna de mayor exclusión y criminalización del disenso. El uso recurrente del estado de emergencia en regiones como Puno, Cusco, Piura o La Libertad se ha convertido en práctica administrativa habitual. El país necesita estabilidad, sin duda, pero una que no sea sinónimo de silenciamiento de derechos y escasez de justicia.

Menos aún de retroceso a relaciones que corresponden al pasado. La cooptación de instituciones autónomas como el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio Público, así como la designación discrecional de personajes mediocres en sectores clave como educación, justicia o fiscalización, desnudan una captura progresiva del Estado.

Se necesita una reconstrucción de la confianza en el Estado, particularmente en territorios históricamente marginados, donde la ausencia de derechos no puede seguir siendo compensada por la única presencia de cuarteles.

El mensaje de Dina Boluarte, más que una rendición de cuentas del trabajo del Poder Ejecutivo, será seguramente una afirmación de poder, de un poder prestado, rindiendo cuenta a quienes la mantienen. Pero, más grave aún, ese poder que se ejerce sin consentimiento popular claro ni control institucional efectivo, puede terminar socavando los cimientos de lo que aún nos queda de república. La historia muestra que la estabilidad sin legitimidad es siempre efímera. Lo que se presenta como calma puede ser apenas la antesala de una nueva ruptura, si no se recompone el vínculo entre Estado y sociedad.

Recuperar la democracia implica ir más allá de los equilibrios de poder: requiere reconstruir confianza, abrir canales de participación real y garantizar derechos a todos los peruanos y peruanas en todo su territorio.

desco Opina / 25 de julio de 2025

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